domingo, 25 de noviembre de 2012

Feos en la calle

Elvira Lindo


No hay manera de zafarse de esta realidad. Es la que nos ha tocado en suerte. ¿No queríamos emociones? ¡Toma ya, momento histórico! Creíamos que la única forma de agitar las caducadas ideologías era desempolvar los rencores de nuestra guerra. No sabíamos, ay, lo que nos deparaba el futuro. Y esto es ya el futuro. El futuro implacable que llama a diario a los que tenemos algún tipo de tribuna pública. Son los lectores los que se están encargando de ponernos al cabo de la calle. El buzón de entrada de nuestros correos o de nuestros espacios cibernéticos hierve de información de primera mano sobre lo que nos está pasando. Antes, por ejemplo, de que los medios anunciaran la movilización ciudadana contra el cierre del hospital de la Princesa la noticia llegaba a mí, imagino que a otros muchos, a través de la vida virtual (facebook, correo, web) y también de la vida en tres dimensiones, porque mis queridos panaderos tenían sobre el mostrador el folio para que los vecinos firmáramos. Sí, el mismo folio que firmó para asombro de todos la alcaldesa de Madrid. Por una vez, he que darle la razón al presidente de la comunidad madrileña (señor González, no se me acostumbre): la alcaldesa parecía desconocer lo que viene siendo la política sanitaria de su propio partido. El caso es que tras ver a una anciana en mi panadería calzarse las gafas y firmar, hice lo propio. Son los ciudadanos los que nos vienen avisando desde hace tiempo de lo que pasa o de lo que está a punto de pasar. Detrás van los partidos de la oposición, los sindicatos y los cronistas. Se nos debería caer la cara de vergüenza, pero al mismo tiempo es una buena noticia: tantos años de partidismo no han destrozado la voluntad civil; la gente busca la manera de participar en este presente abrumador, de que no se nos dé el futuro hecho, como un destino fatal e inmutable. Se ha parado el cierre de ese hospital que tantos y tan buenos servicios ofrece, incluidos los de investigación, y podemos afirmar que el mérito de esa conquista hay que atribuírselo a pacientes involucrados, vecinos, médicos y otros manifestantes solidarios. Este es un ejemplo de cómo tenemos que aplicarnos a las cosas concretas y olvidarnos ya de los discursos abstractos. Pequeñas victorias. No hay victoria final. Hay solo pequeñas victorias.

Hará cosa de un mes que a mi buzón electrónico llegó la carta de una abogada y profesora de derecho civil alertándome sobre la imposición de tasas judiciales. Tasas con afán recaudatorio y disuasivo. La letrada me lo resumía así: “No hay Estado de derecho cuando no se tiene amparo judicial y estas medidas afectan al corazón mismo del Estado de derecho”. No puedo decir que no fui avisada. Hasta ese momento había leído algo en la página 15 de algún periódico, pero se trata de ese tipo de asuntos que los legos hemos de ver en primera plana para reconocer su importancia. Ante las noticias jurídicas o económicas casi siempre esperamos de manera prudente a que escriban otros. No por falta de compromiso sino de información. Pero esta profesora de derecho me contaba con precisión aquello que luego he ido leyendo aquí y allá. Los lectores nos informan ya de primera mano. Lo hacen porque quieren intervenir en la medida de lo posible en el curso de esta historia común de la que unos pocos quieren expulsar a la mayoría, que son los afectados. La teoría de esa minoría dirigente es que el bien del país nos obliga a dejarnos arrastrar por esta corriente salvaje, que no es patriótico nadar contra ella. Pero la experiencia nos enseña que hay que poner freno a cada abuso concreto. Y los cronistas también estamos aprendiendo algo de esta realidad que se nos presenta como inabarcable: ya no vale teorizar, hay que contar la realidad en pequeñas dosis.

En estos días en que cualquier gilipollez expresada en público se convierte en vírica gracias a las redes, hemos podido escuchar al actor Arturo Fernández, sí, el de “chatina”, aquel que algunos niños recordaban con ternura por La casa de los líos, expresar unas cuantas groserías entre los contertulios de El gato al agua. Decía el actor que la gente que sale a la calle para manifestarse es básicamente fea. Decía, además, que con tanta gente fea en la calle se disuade a los turistas. Decía muchas más tonterías de barra de bar, pero lo que helaba la sangre era la manera en que le reían la gracia los contertulios de ese mostrador, haciendo que con cada carcajada aumentara la distancia entre una España y la otra. Qué buena oportunidad para no hacer un chiste rancio, cruel, matonesco, y qué buena oportunidad para no reírse. “¡Con la de gente guapa que hay en España y a manifestarse solo salen los feos!”, decía Fernández, engolfado por las risas de su público.

Miedo da que esta crisis haga más honda la brecha que separa a dos Españas, la favorecida y la olvidada. Hay muchos ciudadanos movilizados para evitarlo. Yo siento su latido a través de las palabras que me escriben. Por fortuna, cada vez hay más feos en la calle tratando de cambiar el curso de esta historia. Son obreros, pero también abogados, médicos, enfermeras, jubilados, maestros… Se ve que los guapos están todos en el teatro, viendo, por supuesto, a Arturo Fernández.


elpais.com - Elvira Lindo - 25 NOV 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario