domingo, 29 de enero de 2012


Lo que no queremos ver

Dickens vive. De la misma forma que sobrevive Charles, el niño de 12 años que entró a trabajar en una fábrica de betún en 1824 mientras su padre cumplía condena en la cárcel por no poder hacer frente a sus deudas. Sobrevivió esa desdichada criatura en muchas de las novelas con las que el escritor se convirtió en uno de los primeros fenómenos populares de la literatura. El escritor la tuvo presente en Oliver Twist, en Cuento de Navidad, en Casa desolada, en David Copperfield. Toda la obra de este grande del que se cumple dentro de unos días el bicentenario está impregnada del sentimiento de humillación que padeció de niño, cuando despojado de la protección paterna, se vio trabajando de sol a sol en una fábrica infestada de ratas: "Rememoro con tristeza aquella época de mi vida, y muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre". Su niñez explica un sentido de la justicia tan imperioso que estoy convencida de que influía en la resolución de sus argumentos: tras someter a los personajes a múltiples penurias, siempre hay alguien, un tercero, que restablece la verdad y devuelve al miserable la buena vida que le fue arrebatada. Tal vez eso explique la cabezonería con la que peleó en Estados Unidos unos derechos de autor que le habían sido negados por el mero hecho de no ser americano. Lo que la prensa interpretó como codicia él lo reclamó como derecho puesto que, aunque dicen que el público lector esperaba con impaciencia la llegada del barco en el que traería el último capítulo de una novela que seguían por entregas, él no disfrutó de los beneficios de su tremenda popularidad en el país de los yanquis. Dickens vive. Vive más que nunca, aunque los niños o los jóvenes no lo lean (que yo sepa) tanto como lo leímos nosotros, a los que nos creó una conciencia social en estado puro, sin el consabido envoltorio ideológico que vendría luego. Dickens, su espíritu, está latiendo poderosamente en esta época en la que la codicia de los ricos ha vaciado los bolsillos de los pobres y lleva camino de vaciar los de la clase media. Cierto es que la explotación infantil no sucede ante nuestros ojos pero, de vez en cuando, por una noticia o una imagen que reclama solidaridad, sabemos que la ignominia no ha dejado de ocurrir, aunque tenga lugar en un país tan lejano que el espectáculo de esa miseria no nos azote a diario. Durante unos días, el periódico The New York Times ha publicado unos valientes reportajes sobre las condiciones de los trabajadores en las fábricas proveedoras de componentes a las grandes empresas tecnológicas. Si empleo la palabra valiente es porque no deja en muy buen lugar a empresas americanas que, aprovechándose de la baratura del empleo en las célebres tierras lejanas y descargando toda la responsabilidad en la falta de derechos de aquellos países, niegan que su presión a la hora de marcar los tiempos de entrega tenga algo que ver con que, por ejemplo, en el pulido del cristal de un iPhone, en vez de usar alcohol, que tiene un secado lento, opten por una sustancia altamente tóxica. Si califico el reportaje de valiente, repito, es porque, según las encuestas, un 57% de los americanos no le ven a los productos Apple ninguna peguita, y se entregan a ellos como quien se entrega a una imagen religiosa que les comunica directamente con san Steve Jobs, que ya está en los cielos. Este tipo de noticias pueden provocar un mal rato a ese batallón de sensibles corazones que piensan que las creaciones de Jobs han servido solo para mejorar el mundo. Lástima que para sofisticar la calidad de nuestras comunicaciones haya personas que vivan hacinadas en un cuarto, sin derecho a la intimidad, que trabajen 60 horas a la semana, que pongan su salud en peligro, que se dejen la piel literalmente en ello. No es demagogia, como tampoco lo eran las narraciones dickensianas. Hace falta que uno de esos jóvenes trabajadores que pulen cristales convierta su humillación en novela o reportaje y cuente aquello que solemos olvidar: cómo se fabrican las cosas. Habría que esquivar, eso sí, la censura de su país, por la que al parecer estamos muy preocupados. No estaría de más que nos llegara esa historia por escrito. La leeríamos, no podría ser de otra manera, como un acto de solidaridad. En un libro de papel. No, mejor en un iPad, que le daría al acto de la lectura un carácter simbólico. O no, mejor todavía, descargada gratuitamente de la Red, porque ni la cultura ni la solidaridad han de tener fronteras. Se ha hablado mucho de la explotación a las mujeres del sector textil o de la inmoralidad de lucir abrigos que provienen de un cruel sacrificio animal, pero el terreno de lo tecnológico sigue envuelto por una especie de manto santificado que protege al usuario de las malas noticias. Qué guay. Levantamos el puño con furia para reivindicar nuestro derecho a meter en un aparatito tres mil libros, cien mil canciones, dos mil películas. Esto nos debe estar haciendo brillantes y cultivados, aunque de momento no se vean señales de ello, y aunque no sintamos la obligación de sacar la cara por aquel que produjo estos pequeños tesoros sin los cuales muchos afirman que ya no sabrían vivir.


ELVIRA LINDO - EL PAÍS.com - 29/01/2012

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